Wednesday, September 08, 2004

Cría cuervos

Estupefacta. Mamá se ha quedado de piedra. La Policía ha venido esta mañana a casa, buscando a mi hermana. Ella misma ha abierto la puerta (en bragas):

–Hombre, Tinín, qué sorpresa… ¿Qué haces tú aquí?

El agente (Tinín, se ve que mi hermana le conoce, pero él no ha caído en ese momento) le ha agarrado por las muñecas y le ha colocado un par de esposas que se parecían, sospechosamente, a la bisutería que mi hermana se pone cada fin de semana cuando sale por la puerta rumbo a uno de eso colmados en los que gusta de pasar la tarde (y la noche, la madrugada y parte de la mañana del día siguiente).

–¿A mí? ¿Y por qué, vamos a ver, si puede saberse?

–Por asesinato.

–Ah, por eso…–ha suspirado mi hermana, llevándose las manos (las dos, porque, claro, esposada es súper difícil apartarte la melena… teñida… de la cara)–. Mamá, dile al tío Enrique que vaya a sacarme de la comisaría.

–Hija mía, ¿otra vez? Como el tato Queco empiece a cobrarnos, vas a dar con tus huesos en la cárcel, que lo sepas. Ya sabes que lo poco que he conseguido salvar de la quema (¡con mil fatigas, que me vais a quitar la vida!) es para mi liposucción…

–Mujer, ya verás como no es nada, ¿verdad, Tinín?

Tinín ha puesto una cara muy rara. Una cara como de que es algo. Algo muy gordo.

Mi madre, claro, no está dispuesta a renunciar a sus caderas por una hija. Vamos, en la tesitura, ella se queda con el culo, dónde va a parar. Sobre todo porque no es la primera vez que mi hermana tiene problemas con la justicia. Ya tuvo un encontronazo con una de las madres de los seis niños que cuidaba cuando puso una guardería ilegal en el salón con doce años (yo entonces tenía uno, pero no era cliente suyo porque mamá se negó en redondo a pagarle su tarifa; ya entonces imperaba la política Todo Para la Lipo). “Y yo cómo coño iba a saber que ese niño tenía intolerancia al orégano, ¿vamos a ver?… Orégano, orégano. ¡LSD, hija mía!” El pobre Agustín, un niño encantador pero un poco hiperactivo, se quedó hecho un vegetal para el resto de su vida. Lo vi el otro día en el parque y, la verdad, está hecho una ruina. Pero de ahí a que mi hermana sea una asesina…

–Pero, vamos a ver –ha saltado mamá, dejando a un lado la botella de anís El Mono (porque a partir de las doce la mañana, mamá se decanta ya por los licores fuertes)–, ¿de qué se la acusa concretamente?

Asunción Mateos Cid. ¿Le suena?

Mamá ha achinado los ojos.

–¿No es ésa la anciana a la que sacas a pasear tres veces en semana, hija?

–Pues me temo, señora, que ya no la va a sacar a pasear nunca más.

Mi madre ha puesto lo que papá llama su expresión depredadora.

–¿La rica? Mmmmmm. ¿Y la señora ésa no había hecho testamento?

Tinín ha agarrado a mi hermana (en bragas aún) y la ha sacado prácticamente a rastras al descansillo. “Eso, para que se enteren todos los vecinos…”, ha rezongado mi madre, por lo bajo. “Como si no tuviésemos ya bastante”.

–Sí, señora –ha replicado la otra agente (una lesbiana, no me cabe la menor duda) con tono sepulcral–. Me temo que sí. Llame al abogado ese, porque su hija lo va a necesitar…

–¡¿Pero cómo iba a imaginarme yo que la señora esa iba a ser diabética?!–ha estallado mi hermana, a punto de caerse por el hueco de las escaleras.

–¡Calla, hija! ¡Calla!

Mi madre, sin perder un minuto, se ha colgado del teléfono.

–Enrique –ha borbotado, al borde de las lágrimas–. La niña…

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