El presidente Bush y su polla: una conjetura (gracias a mi tía Zita, que para eso de los parecidos es súper infalible)
Mi tía Zita ha acudido esta mañana al hospital para intentar limar diferencias con mamá. Al final, se ha limado las uñas sobre el moño de mamá. La demanda sigue viento en popa. Yo he intentado hacerla entrar en razón, pero no me ha dejado meter baza. Creo que esta mañana se ha pasado con el agüita del Carmen:
-Pues yo qué quieres que te diga. A mí ese señor no me ha hecho nada. ¿Qué se ha inventado una guerra? Pues ya ves tú… Ni que fuese el único. Si la gente no fuese tan analfabeta y tuviese un poco de memoria histórica, sabría que no es el primer gobernante, ni desde luego el último, que lo hace. Ya ves tú. Respeto a lo del otro, el prognato… Ya me dirás tú cuál es la diferencia. Y -un indigente interrumpe este hermoso monólogo de sabiduría arcana- usted, señor pobre, ¿qué quiere? Le advierto que yo no tengo conciencia social y no voy a darle un céntimo para sufragar sus vicios, que será muchos y muy depravados, tal y como delata su piel, necrosada hasta límites sólo imaginables en un fósforo. ¿Que no encuentra trabajo? ¿Que está viviendo debajo de un puente? No me extraña. No pensará que ningún empresario iba a aceptarle con semejante aspecto. Sí, sí, sí, ya sé que la dipsomanía es una enfermedad, pero la halitosis también lo es y eso, obviamente, no es óbice para que usted me eche su mefítico aliento a la cara -el homeless se marcha, con el rabo entre las piernas y una colonia de parásitos de lo más industriosos más o menos en el mismo sitio-. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Mira. Yo, si me preguntas, te diré que estoy contentísima de que haya ganado el señor ese de la nariz roja. ¿Cómo habías dicho que se llamaba? Ah, pero míralo. Es clavadito, clavadito, clavadito a tu tío Alberto*, que en paz descanse -el mendigo vuelve a acercarse, mano petitoria en ristre-. ¡Y usted, señor menesteroso, haga el favor de alejarse o llamo a la policía! Hay que ver, cómo está esta ciudad. Es neomedieval. ¡Pero si es que parece París!
En este punto interviene una voluntaria, enferma de consunción, que trae un lazo rojo entre las uñas (un palimpsesto de esmalte que deja los iconos bizantinos a la altura de una zapatilla rusa; o sea, todo muy soviético):
-¿Un lacito contra el sida?
-Haga usted el favor de apartar eso de mí. Si Dios les ha enviado una lacra a los maricones, por algo será. ¿No estás de acuerdo, niño?
Desafortunadamente, mi tía Zita no ha vuelto la cabeza en ese momento. Si lo hubiese hecho, estoy seguro de que se hubiese convertido en estatua de sal. Una pena.
*[Según una leyenda apócrifa, mi tío Alberto tenía pollón. ¿Será el caso del presidente Bush?]
-Pues yo qué quieres que te diga. A mí ese señor no me ha hecho nada. ¿Qué se ha inventado una guerra? Pues ya ves tú… Ni que fuese el único. Si la gente no fuese tan analfabeta y tuviese un poco de memoria histórica, sabría que no es el primer gobernante, ni desde luego el último, que lo hace. Ya ves tú. Respeto a lo del otro, el prognato… Ya me dirás tú cuál es la diferencia. Y -un indigente interrumpe este hermoso monólogo de sabiduría arcana- usted, señor pobre, ¿qué quiere? Le advierto que yo no tengo conciencia social y no voy a darle un céntimo para sufragar sus vicios, que será muchos y muy depravados, tal y como delata su piel, necrosada hasta límites sólo imaginables en un fósforo. ¿Que no encuentra trabajo? ¿Que está viviendo debajo de un puente? No me extraña. No pensará que ningún empresario iba a aceptarle con semejante aspecto. Sí, sí, sí, ya sé que la dipsomanía es una enfermedad, pero la halitosis también lo es y eso, obviamente, no es óbice para que usted me eche su mefítico aliento a la cara -el homeless se marcha, con el rabo entre las piernas y una colonia de parásitos de lo más industriosos más o menos en el mismo sitio-. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Mira. Yo, si me preguntas, te diré que estoy contentísima de que haya ganado el señor ese de la nariz roja. ¿Cómo habías dicho que se llamaba? Ah, pero míralo. Es clavadito, clavadito, clavadito a tu tío Alberto*, que en paz descanse -el mendigo vuelve a acercarse, mano petitoria en ristre-. ¡Y usted, señor menesteroso, haga el favor de alejarse o llamo a la policía! Hay que ver, cómo está esta ciudad. Es neomedieval. ¡Pero si es que parece París!
En este punto interviene una voluntaria, enferma de consunción, que trae un lazo rojo entre las uñas (un palimpsesto de esmalte que deja los iconos bizantinos a la altura de una zapatilla rusa; o sea, todo muy soviético):
-¿Un lacito contra el sida?
-Haga usted el favor de apartar eso de mí. Si Dios les ha enviado una lacra a los maricones, por algo será. ¿No estás de acuerdo, niño?
Desafortunadamente, mi tía Zita no ha vuelto la cabeza en ese momento. Si lo hubiese hecho, estoy seguro de que se hubiese convertido en estatua de sal. Una pena.
*[Según una leyenda apócrifa, mi tío Alberto tenía pollón. ¿Será el caso del presidente Bush?]
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