Dejabugo familiar
Cuando nos bajamos del avión –dos horas y media embutidos en unos asientos que le provocarían claustrofobia a una almeja–, me quedé de piedra pómez. Allí, a pie de pista, una gorgona enloquecida berreaba nuestros nombres. Zita, Zita, Zitaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa…
–¡¿Pero quién es esa?!
–Tu madre, hijo. Tu madre.
–Pero… ¿Y ese pelo? ¿Y esas gafas? ¿Y ese modelo?
La tía Zita ha entornado los ojos antes de agitar la cabeza como un obispo ante una legión de lesbianas pro-abortistas (y no, no es un oxímoron; sólo diré dos palabras, Amparo Rivelles, para refutar las reticencias más recalcitrantes).
–Me temo que es lo que tu madre entiende por incógnito.
–Pero si sólo le falta un morral para que la detengan por terrorista.
–Lo tiene. Mírala bien.
En efecto, allí detrás, donde en otro tiempo hubo un renard, ahora lo único que quedaba era una especie de saco de color vagamente militar. ¡Horror! ¡Mi madre con mochila! Por mucho menos, en los últimos doscientos años se han cometido parricidios extraordinariamente sanguinolentos (y justificados).
–Tía, por lo que más quieras… ¿No querrías adoptarme?
–¡Quita de en medio!
Cuando dejamos atrás a los gendarmes de la Guardia Civil –creo que España es el único país del mundo en el que, cuando llegas a la aduana, “nada que declarar” es algo más que una frase hecha: es la cruda realidad–, mamá saltó sobre nosotros como una mangosta.
–¡¡¡Tu hermana!!! Ay, tu hermana… ¡Me vais a quitar la vida! ¿Pero qué he hecho yo para tener una camada así?
–Mamá, no hables así. No somos hienas.
–No estés tan seguro y mira… ¡ESTO!
Agitó ante mí la portada de un periódico (con pretensiones de independiente; ay, que me da la risa: si no recuerdo mal, lo único independiente que hay ahí es la orina… y sólo en algunos casos especialmente avanzados de Alzheimer). En primera plana, bajo la foto del Windsor en llamas, estaba la imagen pixelada de lo que parecían dos sombras chinescas. Una de ellas era prácticamente inidentificable, pero la otra…
–Es Gorka, ¿no?
–Sí, son tu hermana y el cenutrio de su novio.
–No me digas que fueron ellos los que…
–Peor –mamá ha puesto los ojos en blanco, al borde de un ataque de hipoglucemia–. Les pillaron en medio de un… de un… de un… polvo. Un coito. S-e-x-o.
Mi tía Zita sufrió un ligero vahído cuando oyó la palabra coito, pero rápidamente volvió en sí.
–Cuando una chica se viste como una buscona lo más probable es que acabe comportándose como una puta. La culpa es tuya. Mírame a mí… o a mi hija.
–Zita, guapa, ni aunque tu hija saliera con las tetas al aire podría nadie tomarla por una pilingui. Por un experimento genético quizás, hasta por una artista de circo si me apuras (pero de las de barraca). ¿Por una puta? Por una puta, jamás. No te hagas ilusiones.
–Hace mucho tiempo que no me hago ilusiones con mi hija –ha remachado mi tía con voz seca; cada palabra ha sonado como un clavo sobre la tapa de un ataúd (mi tía sabe mucho de ataúdes: ella misma selló el de su marido con una colección de alfileres de sombrero que había heredado de su suegra; los clavó con la lengua).
–Hijo mío, ¿qué vamos a hacer? –a estas alturas, las manos de mamá parecían dos bacantes furiosas, presas de un charlestón epiléptico– Si le he reconocido yo, más pronto o más tarde cualquier vecina atará cabos.
–O cualquier hombre, mamá. O cualquier hombre.
A estas alturas la cabeza de la tía Zita se agitaba como la de un perro de cartón-piedra sobre el salpicadero de un coche fúnebre.
–Negaré haber dicho semejante blasfemia el resto de mi vida, pero… ¡¿por qué no abortaste, pedazo de gilipollas?!
–Porque tú no me prestaste el dinero, so puta.
Y a partir de ahí, la historia se repite (o sea, que volvimos a acabar en Urgencias).
–¡¿Pero quién es esa?!
–Tu madre, hijo. Tu madre.
–Pero… ¿Y ese pelo? ¿Y esas gafas? ¿Y ese modelo?
La tía Zita ha entornado los ojos antes de agitar la cabeza como un obispo ante una legión de lesbianas pro-abortistas (y no, no es un oxímoron; sólo diré dos palabras, Amparo Rivelles, para refutar las reticencias más recalcitrantes).
–Me temo que es lo que tu madre entiende por incógnito.
–Pero si sólo le falta un morral para que la detengan por terrorista.
–Lo tiene. Mírala bien.
En efecto, allí detrás, donde en otro tiempo hubo un renard, ahora lo único que quedaba era una especie de saco de color vagamente militar. ¡Horror! ¡Mi madre con mochila! Por mucho menos, en los últimos doscientos años se han cometido parricidios extraordinariamente sanguinolentos (y justificados).
–Tía, por lo que más quieras… ¿No querrías adoptarme?
–¡Quita de en medio!
Cuando dejamos atrás a los gendarmes de la Guardia Civil –creo que España es el único país del mundo en el que, cuando llegas a la aduana, “nada que declarar” es algo más que una frase hecha: es la cruda realidad–, mamá saltó sobre nosotros como una mangosta.
–¡¡¡Tu hermana!!! Ay, tu hermana… ¡Me vais a quitar la vida! ¿Pero qué he hecho yo para tener una camada así?
–Mamá, no hables así. No somos hienas.
–No estés tan seguro y mira… ¡ESTO!
Agitó ante mí la portada de un periódico (con pretensiones de independiente; ay, que me da la risa: si no recuerdo mal, lo único independiente que hay ahí es la orina… y sólo en algunos casos especialmente avanzados de Alzheimer). En primera plana, bajo la foto del Windsor en llamas, estaba la imagen pixelada de lo que parecían dos sombras chinescas. Una de ellas era prácticamente inidentificable, pero la otra…
–Es Gorka, ¿no?
–Sí, son tu hermana y el cenutrio de su novio.
–No me digas que fueron ellos los que…
–Peor –mamá ha puesto los ojos en blanco, al borde de un ataque de hipoglucemia–. Les pillaron en medio de un… de un… de un… polvo. Un coito. S-e-x-o.
Mi tía Zita sufrió un ligero vahído cuando oyó la palabra coito, pero rápidamente volvió en sí.
–Cuando una chica se viste como una buscona lo más probable es que acabe comportándose como una puta. La culpa es tuya. Mírame a mí… o a mi hija.
–Zita, guapa, ni aunque tu hija saliera con las tetas al aire podría nadie tomarla por una pilingui. Por un experimento genético quizás, hasta por una artista de circo si me apuras (pero de las de barraca). ¿Por una puta? Por una puta, jamás. No te hagas ilusiones.
–Hace mucho tiempo que no me hago ilusiones con mi hija –ha remachado mi tía con voz seca; cada palabra ha sonado como un clavo sobre la tapa de un ataúd (mi tía sabe mucho de ataúdes: ella misma selló el de su marido con una colección de alfileres de sombrero que había heredado de su suegra; los clavó con la lengua).
–Hijo mío, ¿qué vamos a hacer? –a estas alturas, las manos de mamá parecían dos bacantes furiosas, presas de un charlestón epiléptico– Si le he reconocido yo, más pronto o más tarde cualquier vecina atará cabos.
–O cualquier hombre, mamá. O cualquier hombre.
A estas alturas la cabeza de la tía Zita se agitaba como la de un perro de cartón-piedra sobre el salpicadero de un coche fúnebre.
–Negaré haber dicho semejante blasfemia el resto de mi vida, pero… ¡¿por qué no abortaste, pedazo de gilipollas?!
–Porque tú no me prestaste el dinero, so puta.
Y a partir de ahí, la historia se repite (o sea, que volvimos a acabar en Urgencias).
2 Comments:
¡Magnífico! ¡Sobresaliente!
No hay nada como el edificio Windsor para perder los papeles (que se lo digan a los clientes de Garrigues Walker)
Pro-aborto total.
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