Sunday, March 13, 2005

¡Viva la muerte!

No podía durar eternamente. Estaba claro que nada, ni siquiera “nuestra mentirijilla piadosa” (Alfredito dixit, ¿quién si no?), puede durar eternamente. Tampoco los diamantes ni las esmeraldas, ¿verdad, Sara? En fin, el caso es que los espejos no son las únicas superficies reflectantes en un hospital en las que un enfermo puede contemplar su rostro. Sobre todo, si ese enfermo acompaña a sus familiares al ascensor, a pesar de que, según los médicos, los dolores que la pobre debe estar sufriendo sólo son comparables a los de Jesucristo en la Pasión (la de verdad, no la versión gore de ese neurótico integrista del maquillaje compacto llamado Mel Gibson). Cuando las puertas del ascensor se cerraron y mi hermana contempló su cara reflejada en los paneles metálicos, sufrió “algo así como una convulsión y salió pitando…” (versión de la enfermera-jefe, una criatura de aspecto nauseabundo, como recién salida de las páginas de El mago de Oz, que no tiene nada que envidiar a Margaret Hamilton: mentón prognato, nariz modelo apagavelas y una bonita verruga coronada por una hirsuta diadema de pelos tan puntiagudos como las tripas de un cable de alta tensión).

Mi hermana bajó al sótano, a los quirófanos, cogió un bisturí y, sin mediar palabra, saltó sobre el médico que le había dejado la cara hecha un Cristo (el de las Siete Llagas, que es el que la ex primera dama tomó como modelo cuando encargó a su equipo de estilistas que le diseñasen una imagen “no demasiado agresiva, pero tampoco severa” para sus labores benéficas como cabeza visible de los Legionarios de Cristo). En menos de lo que se persigna un cura loco –o sea, en menos de lo que tarda en persignarse el 99,9 por ciento de la Iglesia católica, con excepción del Santo Padre, que tarda un poco más; “el alféizar es lo que tiene”, según mi tía Zita–, mi hermana dejó al médico convertido en una res abierta en canal, en medio de un charco de sangre. Dos enfermeras, acostumbradas a lidiar con los intestinos y la mierda –en sentido nada metafórico–, vomitaron allí mismo.

Mi hermana, no contenta con el aquelarre que acababa de perpetrar, saltó sobre otro de los cirujanos (ella recordaba que en su intervención había más de uno) y le seccionó la carótida limpiamente. ¡Zas! Qué escandaloso es el cuerpo humano. En un par de segundos, todo el quirófano se llenó de sangre. Un giro de 180 grados y una de las enfermeras perdió el 50 por ciento de visión.

–No sé de qué se queja –le dijo mi hermana, con muy malos modos (y el globo ocular pendiente del nervio óptico como un péndulo sanguinolento)–. Aún le queda el otro ojo.

Mi hermana, para eso de las reacciones, es muy visceral. Me temo que en sentido literal.

Después del arrebato, se quedó mucho más calmada y volvió a su habitación. Aunque hay que decir una cosa: la gente nunca dejará de sorprenderme (“ni a mí de asquearme”, apostilla mamá sobre la taza del water; últimamente, el alcohol ha dejado de ser su amigo). Qué gran abanico de reacciones es capaz de desplegar un pasillo lleno de enfermos y sus visitas (fumando como carreteros, comiendo pipas mientras echan las cáscaras al suelo, agitando sin piedad sus mechas y sus abalorios) ante la visión, al parecer de lo más insólita, de una mujer medio desnuda con la misma cara que la ex primera dama –aún un poco tumefacta, todo hay que decirlo–, caminando descalza sin prestar atención al carnaval de horrores del corredor de un hospital de la Seguridad Social, cubierta de sangre y de lo que parecen jirones de piel y fragmentos inidentificables de vísceras y carroña. La gente es súper ordinaria. Qué manera de mirar, qué manera de murmurar –sin que le importen lo más mínimo los sentimientos ajenos–, qué manera de comportarse. ¡Qué ordinariez!

–Lo peor de todo no son sus caras; que qué caras, hijo mío –me dijo mi hermana esta mañana, mientras tomaba una sopa con pajita (mientras se soluciona su problema de “agresividad reprimida” le han puesto una camisa de fuerza; eso sí, monísima: con las mangas estampadas con grandes zinnias en tonos flúor)–. No. Lo peor es la mala educación. Es que no puedo con la mala educación…

Ni yo tampoco.

[Mi hermano está desolado. Hace exactamente una semana perdió en una discoteca de nombre paradójico –¿Cool? ¿Esa ratonera, cool? Jajajaja, en algún departamento del cielo alguien debe estar afilando una guadaña reservada exclusivamente para los dueños de discotecas maricas– una levita de la tía Puri(ficación) García y una americana divina de color chocolate con rayas quebradas en tono mostaza. Si alguien puede dar noticias de alguna de estas dos prendas, como diría Madame Blavatsky, “que se manifieste sin demora”. Y si las han secuestrado, que nos envíen un botón como señal…]

5 Comments:

Blogger Rebecca Milans said...

baby, con tantos cadaveres creo que es hora de aplicar plastinal y empezar su carrera artistica, al mejor estilo de Gunter Von Hagen

http://www.bodyworlds.com/

no le falta ni material ni inspiracion !!!

Exito !!!

March 13, 2005 at 2:07 PM  
Blogger Manuel said...

Supongo que lo de La mala educación es referencia a cierta película sobrevalorada que circula por ahí... o me equivoco?

March 14, 2005 at 8:11 AM  
Blogger Madame X. said...

Querido Doppelganger, no le busque los tres pies al gato, por muy tullido que esté. La mala educación es, sencillamente, la mala educación.

March 14, 2005 at 8:47 AM  
Blogger Manuel said...

Tienes razón, Baby, pero parece que alguien más le empezó a buscar trés pies al gato tullido...
La buena educación se mama, por lo visto y -al parecer- tampoco tiene arreglo.

March 14, 2005 at 2:27 PM  
Blogger Madame X. said...

En efecto. Aún me acuerdo del leitmotiv de mi hermana, borracha como una cuba, en los servicios de un tugurio infecto: "¡La clase se mama! La clase se mamaaaaaaaaaaaa". Jajajajaja.

March 15, 2005 at 12:55 AM  

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