Exorcismo marica
–Oiga usted, haga el favor de no gritarme –mi tía Zita tiene la cara de color cárdeno y una vena en medio de la frente, que pregona a los cuatro vientos las virtudes vasodilatadoras de los licores de alta graduación a media tarde–. Si yo no tengo conciencia social no es culpa mía, a Dios gracias. A mí, los pobres, como género, no me interesan lo más mínimo; es más, me horrorizan. Yo prefiero concentrarme en salvar a un hombre; me parece mucho más práctico que salvar a mil. Y si es rico, miel sobre hojuelas. Como usted comprenderá, yo no voy preguntando al primero que llama a mi puerta la cuantía de su cuenta corriente…
–¡Huy, que no…! –ha eructado mamá, sirviéndose otra copita de licor de moras.
–Señora, eso es una perversión del mensaje divino. El Señor dijo amaos los unos a los otros. Y eso también incluye a los más desfavorecidos.
–Eso no es un mensaje divino, eso es libertinaje. No, no, no. Yo me centré en un hombre, mi marido, que en paz de descanse. Y con uno tuve bastante. ¿Te importaría, querida, ponerme otro dedito de ese exquisito licor de moras? Solo un dedito, no se me vaya a subir a la cabeza.
–No me cabe la menor duda de que su marido se ganó un puesto en el Cielo si tenía que aguantarla a usted a diario –ha rezongado el exorcista por lo bajo, dándole de paso un buen tiento a la botella del licor de moras.
–No sea usted grosero, padre. Y deje esa botella.
–Eso, eso –mamá ha soltado un leve flatulencia–. Que rule, que rule.
En fin, el caso es que mamá, por mediación de mi tía Zita, ha llamado a un exorcista para que eche un poco de agua bendita por la casa, que últimamente está infestada de pelos teñidos por todas partes. Mi tía sostiene que son los súcubos: al parecer, la culpa es del peróxido. Pero yo no las tengo todas conmigo; una cosa es el tinte y otra, muy distinta, el tufazo a colonia marica que hay por toda la casa. Empiezo a pensar que hay una explicación bastante más terrenal para todo esto, aunque el exorcista tiene su propia teoría:
–No me extraña que al Diablo le guste esta casa –le ha dicho a mi madre con afectación (afectación es, en este caso, un decoroso eufemismo para irisada mariconería)–. Esta decoración es sencillamente diabólica. Me da escalofríos. Vamos, es que me pone los pelos como escarpias.
–No sé qué tiene usted en contra del antimacasar. A mí me parece precioso… y muy práctico.
–Pues que no me llamo David Copperfield, señora.
–¿El mago?
Con gran aspaviento de manos, el exorcista ha abandonado el salón; dos segundos después, su foulard también salía por la puerta.
–¿Estas segura de que este señor es sacerdote? A mí me parece un travesti.
–Chica, yo ya no sé a qué atenerme. Esto es un totus revolutum. Un cafarnaum, eso es lo que es, un cafarnaum –y, tras una pausa, y un retoque de cardado ante el espejo isabelino, mi tía Zita ha añadido–. ¿Alguna noticia de tu hija o del Obispado?
–Nada, de momento. Eso sí, hay que reconocer que, mientras pasa algo, el tapete me hace muy buen apaño.
–¿Y dónde lo tienes?
–En el cuarto de baño.
–¡Jesús! Mmmmmm. ¿Queda un poquito de ese licor tan suave?
–Y tanto. Queda otra botella.
–Pues ya estás tardando…
–¡Huy, que no…! –ha eructado mamá, sirviéndose otra copita de licor de moras.
–Señora, eso es una perversión del mensaje divino. El Señor dijo amaos los unos a los otros. Y eso también incluye a los más desfavorecidos.
–Eso no es un mensaje divino, eso es libertinaje. No, no, no. Yo me centré en un hombre, mi marido, que en paz de descanse. Y con uno tuve bastante. ¿Te importaría, querida, ponerme otro dedito de ese exquisito licor de moras? Solo un dedito, no se me vaya a subir a la cabeza.
–No me cabe la menor duda de que su marido se ganó un puesto en el Cielo si tenía que aguantarla a usted a diario –ha rezongado el exorcista por lo bajo, dándole de paso un buen tiento a la botella del licor de moras.
–No sea usted grosero, padre. Y deje esa botella.
–Eso, eso –mamá ha soltado un leve flatulencia–. Que rule, que rule.
En fin, el caso es que mamá, por mediación de mi tía Zita, ha llamado a un exorcista para que eche un poco de agua bendita por la casa, que últimamente está infestada de pelos teñidos por todas partes. Mi tía sostiene que son los súcubos: al parecer, la culpa es del peróxido. Pero yo no las tengo todas conmigo; una cosa es el tinte y otra, muy distinta, el tufazo a colonia marica que hay por toda la casa. Empiezo a pensar que hay una explicación bastante más terrenal para todo esto, aunque el exorcista tiene su propia teoría:
–No me extraña que al Diablo le guste esta casa –le ha dicho a mi madre con afectación (afectación es, en este caso, un decoroso eufemismo para irisada mariconería)–. Esta decoración es sencillamente diabólica. Me da escalofríos. Vamos, es que me pone los pelos como escarpias.
–No sé qué tiene usted en contra del antimacasar. A mí me parece precioso… y muy práctico.
–Pues que no me llamo David Copperfield, señora.
–¿El mago?
Con gran aspaviento de manos, el exorcista ha abandonado el salón; dos segundos después, su foulard también salía por la puerta.
–¿Estas segura de que este señor es sacerdote? A mí me parece un travesti.
–Chica, yo ya no sé a qué atenerme. Esto es un totus revolutum. Un cafarnaum, eso es lo que es, un cafarnaum –y, tras una pausa, y un retoque de cardado ante el espejo isabelino, mi tía Zita ha añadido–. ¿Alguna noticia de tu hija o del Obispado?
–Nada, de momento. Eso sí, hay que reconocer que, mientras pasa algo, el tapete me hace muy buen apaño.
–¿Y dónde lo tienes?
–En el cuarto de baño.
–¡Jesús! Mmmmmm. ¿Queda un poquito de ese licor tan suave?
–Y tanto. Queda otra botella.
–Pues ya estás tardando…
2 Comments:
ay los íncubos y los súcubos... qué complicado es esto de la demonología
Es más difícil encontrar un cura heterosexual que un exorcista eficiente.
Vamos, que no entiendo ese afán purificador de una familia cuyo espíritu cristianísimo se adivina sólo con el aliento.
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