Homófobos hasta las trancas
Aquí estoy, en la guarida de Vipère, huyendo de una pandilla de trasnformer-terroristas del lenguaje (y la brocha –gorda, muy gorda– de maquillaje). Tuvimos la infeliz idea de ir a un espectáculo de drag-queens en un tugurio del Santo Rostro, donde no sólo hay que llamar a un timbre para traspasar la puerta, sino superar un escáner visual de una pandilla de gayrrulos que, junto a la cosechadora, han dejado todas sus inhibiciones en la calle, justo en el contenedor de basuras, nada reciclables, que hay junto a la puerta forrada de espejos.
Tras superar el umbral, cualquier persona con un mínimo de criterio sabe ya dónde se inspiró Dante para escribir el lema que figura a las puertas del infierno: "Los que entráis aquí, abandonad toda esperanza". Pues sí, mucho mejor dejar la esperanza en casa, en una caja de zapatos debajo de la cama. En fin, con semejante estado de ánimo penetramos en una cueva donde pululaba la hez de la sociedad. Lo peor de lo peor. El must de la escoria, vamos. Uno de esos lugares donde uno rápidamente descubre que un kaftán no es el mejor modelo si lo que quieres es pasar desapercibido. Da igual que tengas cinco años; con esa iluminación, siempre aparentarás como mínimo cincuenta. Sólo se me ocurre un par de sitios donde haya un sistema de iluminación menos favorecedor: el ascensor de un ministerio y una mina de sal.
En fin, Vipère había acudido al Santo Reino con la intención de echarnos una mano a mamá y a mí en nuestra búsqueda de las Claves de las Santas Reliquias. Ríete tú de Dan Brown y su es-pan-to-so Código da Vinci. Nosotros sí que somos carne de best-seller y nadie nos ha dicho, hasta el momento, por ahí te pudras. Pero no perdemos la esperanza.
Bueno, pues Vipére et moi dejamos a mamá aparcada en casa de unos amigos –el Grand Palais de una de las mejores amigas de V., María de Rumanía, que nos acomodó con sumo gusto en el ala de invitados (plebeyos)– y salimos a explorar las catacumbas de la Ciudad Funeraria. ¿Por qué, ay, por qué no le haríamos caso a María, que nos recomendó vivamente que desecháramos esa idea?
–Aquí no hay catacumbas, queridos míos. Aquí lo que hay son cloacas.
Pero, claro, V. y yo no le hicimos caso. Y pasó lo que pasó. El horror. La hecatombe.
Aparecimos en un tugurio, El Tugurio, con nuestro mejor humor y nuestro mejor modelo. Y con algo más: sensibilidad. Craso error. La sensibilidad en las cloacas de la Ciudad Funeraria es algo tan insólito como el decoro en el armario de Sara Montiel.
En fin, en cinco minutos nos habíamos ganado la animadversión más beligerante de todo el bar. Del primer al último gayrrulo quería matarnos. Los analfabeto-travestis, que actuaban como sicofantes –aunque dudo mucho que supiesen lo que significa esa palabra… y casi todas las demás–, se aliaron en contra de nosotros. Entre polla, chupar, mamada y culo se coló un: “A la hoguera con ellos”. Y tuvimos que salir por pies.
Y todo por una inocente observación de V. O mía, no recuerdo:
–Bonita, te invito a una copa –pausa–. De cicuta.
Si eso es ser homófobos, pues sí: somos homófobos. Hasta las trancas.
Tras superar el umbral, cualquier persona con un mínimo de criterio sabe ya dónde se inspiró Dante para escribir el lema que figura a las puertas del infierno: "Los que entráis aquí, abandonad toda esperanza". Pues sí, mucho mejor dejar la esperanza en casa, en una caja de zapatos debajo de la cama. En fin, con semejante estado de ánimo penetramos en una cueva donde pululaba la hez de la sociedad. Lo peor de lo peor. El must de la escoria, vamos. Uno de esos lugares donde uno rápidamente descubre que un kaftán no es el mejor modelo si lo que quieres es pasar desapercibido. Da igual que tengas cinco años; con esa iluminación, siempre aparentarás como mínimo cincuenta. Sólo se me ocurre un par de sitios donde haya un sistema de iluminación menos favorecedor: el ascensor de un ministerio y una mina de sal.
En fin, Vipère había acudido al Santo Reino con la intención de echarnos una mano a mamá y a mí en nuestra búsqueda de las Claves de las Santas Reliquias. Ríete tú de Dan Brown y su es-pan-to-so Código da Vinci. Nosotros sí que somos carne de best-seller y nadie nos ha dicho, hasta el momento, por ahí te pudras. Pero no perdemos la esperanza.
Bueno, pues Vipére et moi dejamos a mamá aparcada en casa de unos amigos –el Grand Palais de una de las mejores amigas de V., María de Rumanía, que nos acomodó con sumo gusto en el ala de invitados (plebeyos)– y salimos a explorar las catacumbas de la Ciudad Funeraria. ¿Por qué, ay, por qué no le haríamos caso a María, que nos recomendó vivamente que desecháramos esa idea?
–Aquí no hay catacumbas, queridos míos. Aquí lo que hay son cloacas.
Pero, claro, V. y yo no le hicimos caso. Y pasó lo que pasó. El horror. La hecatombe.
Aparecimos en un tugurio, El Tugurio, con nuestro mejor humor y nuestro mejor modelo. Y con algo más: sensibilidad. Craso error. La sensibilidad en las cloacas de la Ciudad Funeraria es algo tan insólito como el decoro en el armario de Sara Montiel.
En fin, en cinco minutos nos habíamos ganado la animadversión más beligerante de todo el bar. Del primer al último gayrrulo quería matarnos. Los analfabeto-travestis, que actuaban como sicofantes –aunque dudo mucho que supiesen lo que significa esa palabra… y casi todas las demás–, se aliaron en contra de nosotros. Entre polla, chupar, mamada y culo se coló un: “A la hoguera con ellos”. Y tuvimos que salir por pies.
Y todo por una inocente observación de V. O mía, no recuerdo:
–Bonita, te invito a una copa –pausa–. De cicuta.
Si eso es ser homófobos, pues sí: somos homófobos. Hasta las trancas.
3 Comments:
De verdad que son carne de betseller, compañeros.
Lo que me asombra es que hayan salido sin un rasguño. Muy betseller y todo, pero algo de realismo no vendría mal, que no basta con la homofobia.
Ay, querido, ¿realismo? Pero si todo, absolutamente todo lo que hemos contado, es real como la vida misma. Por desgracia.
Yo lo que no pude creerles es que salieran ilesos.
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