Volvemos a casa: objetivo cumplido
Mamá me esperaba en el andén, al que llegué de puro de milagro. Vipère me había dejado de vuelta a casa, con la esperanza de borrar de mi retina el catálogo de horrores que habíamos tenido que presenciar en la Ciudad Sitiada. A saber: hombres-caderonas (nuevo ejemplar viril que me pone los pelos como escarpias), cuellos italianos y carros metálicos con viandas etílicas como para emborrachar a varias alas de la Betty Ford.
–Hijo mío, qué mala cara traes…
–No me hables, mamá. No te imaginas. Un Gólgota.
Mamá, en cambio, parecía como renovada. Excelente cutis y una expresión de determinación que sólo he observado en otras dos mujeres antes que en ella, Jennifer Jones y Vivien Leigh.
Una vez montados en nuestro compartimento –por llamarlo de alguna manera; Renfe no necesita cambiar de imagen, ni siquiera un lifting; lo que necesita es un cambio de sexo–, mamá abrió el bolso con mucho sigilo.
–Mira… –me dijo, mostrándome un foulard maltrecho en tonos sepias y rojos desvaídos.
–Qué horror. ¿Pero dónde has comprado ese horror? Es una mala imitación de Prada.
–¡¿Pero es que no sabes lo qué es?!
–Pues chica, no tengo ni idea. ¿Etro?
–Hijo mío, pero qué analfabeto puedes llegar a ser. ¡Míralo! –y volvió a exhibir aquel jirón de tela con manos reverentes.
–¿No será…?
–Lo es. Nuestro Divino Señor. El mismísimo Santo Rostro.
–Pero, incauta, ¿y qué has hecho con el marco? ¿No te das cuenta de que lo que vale son los joyones?
–El marco me toca el coño. A mí lo que me importa es esto –y volvió a agitar el lienzo de la Verónica igual que Natalie Wood en Rebelde sin causa, en la escena de la carrera de coches ilegal en la que su novio la diña y ella dice eso de “A rey muerto, rey puesto”… o reina–. Pienso pedir un rescate.
–Estás enferma… ¿Y todo por tus caderas?
Ha sido como si le hubiese metido astillas entre las uñas.
–¿Por quién me tomas? Es para tu hermana, hijo mío, para tu hermana. Si el obispado quiere recuperarlo, que suelte la pasta: el Santo Rostro por un careto nuevo. Eso sí, con el mejor profesional. En materia de cirugía plástica (si lo sabré yo), una no se puede poner en manos de un carnicero. Fíjate si no en la pobre Ana Obregón.
–¿Pero cómo lo has hecho? ¿Nadie se ha dado cuenta de…?
–Qué va, hijo mío. Me colé de rondón en la catedral y, como quien no quiere la cosa, durante el besuqueo ese que hacen sobre el cuadro (que no he visto cosa más antihigiénica en mi vida, por Dios…), pues nada, puse en su lugar una de esas toallitas húmedas que llevo siempre en el bolso. Me la pasé por la cara y, como Antonio Gala con el folio en blanco, allí se quedó mi cara tal cual. Vamos, mano de santo. Para mí que Cristo se pasó un poco con el make-up…
–Y con los rulos –añadí, fijándome en la divina pettinatura.
–Eso es la moda bizantina, que era muy de melenón a lo Farrah-Fawcett.
–Si tú lo dices…
–Hijo mío, qué mala cara traes…
–No me hables, mamá. No te imaginas. Un Gólgota.
Mamá, en cambio, parecía como renovada. Excelente cutis y una expresión de determinación que sólo he observado en otras dos mujeres antes que en ella, Jennifer Jones y Vivien Leigh.
Una vez montados en nuestro compartimento –por llamarlo de alguna manera; Renfe no necesita cambiar de imagen, ni siquiera un lifting; lo que necesita es un cambio de sexo–, mamá abrió el bolso con mucho sigilo.
–Mira… –me dijo, mostrándome un foulard maltrecho en tonos sepias y rojos desvaídos.
–Qué horror. ¿Pero dónde has comprado ese horror? Es una mala imitación de Prada.
–¡¿Pero es que no sabes lo qué es?!
–Pues chica, no tengo ni idea. ¿Etro?
–Hijo mío, pero qué analfabeto puedes llegar a ser. ¡Míralo! –y volvió a exhibir aquel jirón de tela con manos reverentes.
–¿No será…?
–Lo es. Nuestro Divino Señor. El mismísimo Santo Rostro.
–Pero, incauta, ¿y qué has hecho con el marco? ¿No te das cuenta de que lo que vale son los joyones?
–El marco me toca el coño. A mí lo que me importa es esto –y volvió a agitar el lienzo de la Verónica igual que Natalie Wood en Rebelde sin causa, en la escena de la carrera de coches ilegal en la que su novio la diña y ella dice eso de “A rey muerto, rey puesto”… o reina–. Pienso pedir un rescate.
–Estás enferma… ¿Y todo por tus caderas?
Ha sido como si le hubiese metido astillas entre las uñas.
–¿Por quién me tomas? Es para tu hermana, hijo mío, para tu hermana. Si el obispado quiere recuperarlo, que suelte la pasta: el Santo Rostro por un careto nuevo. Eso sí, con el mejor profesional. En materia de cirugía plástica (si lo sabré yo), una no se puede poner en manos de un carnicero. Fíjate si no en la pobre Ana Obregón.
–¿Pero cómo lo has hecho? ¿Nadie se ha dado cuenta de…?
–Qué va, hijo mío. Me colé de rondón en la catedral y, como quien no quiere la cosa, durante el besuqueo ese que hacen sobre el cuadro (que no he visto cosa más antihigiénica en mi vida, por Dios…), pues nada, puse en su lugar una de esas toallitas húmedas que llevo siempre en el bolso. Me la pasé por la cara y, como Antonio Gala con el folio en blanco, allí se quedó mi cara tal cual. Vamos, mano de santo. Para mí que Cristo se pasó un poco con el make-up…
–Y con los rulos –añadí, fijándome en la divina pettinatura.
–Eso es la moda bizantina, que era muy de melenón a lo Farrah-Fawcett.
–Si tú lo dices…
1 Comments:
buah, te juro que eres chuck palahniuk
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