Thursday, November 11, 2004

La hora feliz

–Le digo que no puede ser, señora.

–Pero, ¿qué trabajo le cuesta?

El médico, con una batita en verde jade que deja entrever una mata de pelos que quedaría ideal en el canalillo de un zorro siberiano pero que en un representante de la Sanidad Pública queda francamente disuasorio, mira a mi madre de arriba abajo y luego, exhausto, baja los hombros como un hombre vencido (mamá suele provocar ese efecto en los hombres).

–Señora, no puedo darle el globo ocular de su hijo. Y mucho menos para que se haga usted un llavero.

–¡¿Pero… por qué no?! No sabe usted lo que es estar cuestionada las 24 horas del día por sus propios hijos. Son peor que sanguijuelas, son… Un llavero con el ojo de mi hijo me serviría para taparles la boca. Vamos, si eso no es amor de madre…

–Señora, al final del pasillo hay un gabinete de ayuda psicológica que podría prestarle la ayuda que necesita.

Ha sido como si un negro le pellizcase las tetas a mi tía Zita (“yo no soy racista, bien lo sabe Dios, pero no soporto a los negros ni a los gitanos; los chinos me dan asco –todo el día escupiendo–; los maricones, ni te cuento; los judíos, bueno, los judíos, con eso de que son todos ricos y están cargándose al morito-malo tienen un pasar…”).

–¿Qué está usted insinuando?

–Señora, huele usted a anís que tira de espaldas y me pide que le dé el ojo de su hijo en un bote que, habitualmente, sirve para los análisis de orina. ¿Qué quiere usted que piense? Me he limitado a sacar mis conclusiones.

–¿Y su madre? ¿Bien?

–No tengo la menor idea –ha replicado el médico, escupiendo parte de su desayuno (un felipón, con un trozo infinitesimal de croissant, ha descrito una decorativa parábola art-decó hasta aterrizar en la mejilla de mi madre–, hace años que no hablo con ella.

Mamá ha puesto los ojos en blanco y, levantando las manos al cielo en actitud doliente –un gesto copiado casi literalmente de Alla Nazimova en Comtesse Coquette–, ha exclamado:

–¿Qué clase de Sanidad es ésta en la que los médicos no se hablan con sus madres? ¿No sabe usted acaso que las madres sufrimos?

–Señora. Mi madre murió hace años.

Mi madre ha ajaponesado los ojos hasta convertirlos en dos navajazos sobre una máscara azteca.

–Sí, de septicemia. Apártese de mí, hijo de Baal.

–¡Llévense a esta loca de mi vista!

Al final, no me ha quedado más remedio que intervenir.

–Mamá, vámonos a la cafetería. Creo que es la hora feliz.

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