San Celestino V. Una hagiografía
Mi primo Remy está superemocionado con el próximo cónclave. Cree que tiene muchísimas papeletas para conseguirlo. ¿Que no es cardenal? ¿Y qué? San Celestino V tampoco lo era y llegó a ser Papa. Lo único necesario es la santidad, y mi primo Remy tiene santidad para dar y tomar, dar y tomar, dar y tomar (en realidad, esos dos verbos definen a la perfección lo que es su vida).
San Celestino V fue el primer pontífice renunciante. O sea, el primero que puso pies en polvo-rosa cuando vio lo que se cocía en Roma. Naturaca (es una expresión muy Remy, que para eso de las jergas tiene muy buen oído). El caso es que le eligieron en el año 1296, después de la muerte del Papa Nicolás IV. Los cardenales electores se habían dividido en dos partidos contrarios y ya llevaban dos años sin poder elegir al nuevo Sumo Pontífice (explicación: llevaban dos años en Roma, la ciudad con más prostíbulos de toda Europa, luciendo púrpura pa’rriba púrpura pa’bajo, comiendo manjares dignos de una bacanal de los Antoninos –con la gota que eso da, que se lo digan al padre de Remy, que tenía los tobillos como katisukas– y pensaron: “Pues que elija Rita, qué coño. Yo no me vuelvo al pueblo.”), dos años dos.
La feligresía estaba ya con la mosca detrás de la oreja. Naturaca. O elegían a alguien o les plantaban a una pilingui por papisa, como la Juana esa. Es más, hasta el siglo VII las mujeres podían ser diáconas; sólo tenían que reunir dos requisitos: ser viudas y ser ricas. Hasta que llegó San Gregorio Magno y dijo: “Esas guarras, a lo suyo: la cocina o la mancebía”.
En fin, el caso es que –según mi primo Remy–, “la cosa estaba muy malita”. Los cardenales no sabían qué hacer. ¿Elegían a un Papa (bando A)? ¿Elegían a otro (bando B)? Bando A. Bando B. Bando A. Bando B. Band…
–No os compliquéis más la vida –dijo uno de ellos (el más delgado, superfan del ónice en todas sus manifestaciones, un auténtico pionero en la depilación de cejas inspirada en las arquivoltas góticas, inspiración que, por otra parte, llega hasta nuestros días)–. Tengo la solución.
Los cardenales le miraron con los ojos como platos de Limoges.
–Cuenta, cuenta…
–Mira, hay un monje maricón perdido con fama de santo (la gente, qué ingenua es…) al que podemos mangonear a placer. Lo único que tenemos que hacer es enviar a un par de chulánganos –tú, el de Aviñón, ya puedes ir tirando de agenda– y ése viene encantado.
Dicho y hecho, Calestino (née Pedro) llegó a horcajadas, montado en un humilde burro, con signos evidentes de malestar (y un cojín especialmente diseñado para las hemorroides). Celes, según confesaba en su autobiografía, era el menor de doce hermanos, todos tarambanas, interesados sólo en las putas y en empinar el codo. Y su madre, claro, se tiraba de los pelos… hasta que nació él. “A éste lo meto yo en el seminario, aunque sea con los pies por delante”, fue la promesa que se hizo a sí mismo.
Naturaca. Ya desde niño mostró signos inequívocos de que lo suyo era la Iglesia: era un pedante insoportable –en sus memorias confiesa que el primer libro que leyó “de corrido” fueron Los Salmos, chúpate ésa, Teresa (Viejo)– y además mariconazo perdido. A su biografía oficial me remito, a saber:
“Celestino (nombre que significa “inclinado hacia lo que es del cielo”) era estudiante diferente a los demás. Sus recreos preferidos consistían en retirarse a la soledad a meditar y rezar. Amaba mucho el silencio y le fastidiaban las fiestas mundanas donde hay trago y bailes y pecado”. En román paladino, era la típica nenaza a la que el resto de compañeros, unos angelitos, le pegaban una paliza cada dos por tres por el derroche de pluma (eso sí, cuando estaban calientes como el pico de una plancha, ¿quién se la mamaba? El Celes. ¿Que les apetecía probar las múltiples bondades del sexo anal? Tú dale por culo al Celes, que no protesta. ¿Que hay que desfogarse y…? En fin, que el Celes servía lo mismo para un roto que para un descosido).
Con esa papeleta (un trauma con T de Telva que no se lo salta un galgo), claro, al Celes se le fue la pinza –la cabeza, no la depilatoria, tendencia sólo al alcance de la curia más beligerantemente uranista– y se fue tres años al campo. Por aquel entonces irse al campo era superfácil. En cuanto te descuidabas, ya estabas en el campo. No es como hoy, dónde a parar. Entonces el campo era realmente duro. Una experiencia de lo más bizarra. Pero al Celes, curtido en mil y una paliza escolar, el campo le parecía poco más o menos como un spa.
Tres años se tiró en una celda, hasta que las tentaciones le obligaron a salir. Naturaca. La celda era tan estrecha que una erección se convertía en un auténtico problema. Y en el campo las erecciones pueden ser realmente salvajes.
En fin, el caso es que la gente, por uno de esos extraños hypes que se dan desde que el mundo es mundo, empezó a decir que Celes era un santo. Un santo. Ja. Si supiesen las saturnalias que se montaba en sus fantasías más nilóticas se hubiesen quedado de piedra pómez. Aberraciones de todos los tipos, incluso las más depravadas –muchas de ellas, hoy, desafortunadamente, en desuso– se proyectaban en su imaginación como en un diorama del museo del sexo de Praga. Un escándalo. Pero como la gente, por definición, es tonta y se traga lo que le echen, pues nadie se percató de nada. Si Vicente, que siete años antes le saltaba los dientes al Celes por maricón –después de darle por culo, claro–, dice que el Celes es santo, pues es santo y punto. Y lo que diga Vicene va a misa.
El caso es que llegaron los chulánganos. Le dijeron: “Celes, vente pa’Roma, que lo vas a flipar”. Y allá que se fue el Celes. Y cuando llegó a Roma, claro, lo flipó. Primero se encuentra con un cónclave de cardenales, borrachas todas, que le reciben con los brazos abiertos (y algunos de ellos, con algo más). Después, a dos reyes, Carlos de Anjou y Carlos de Hungría, llevando las riendas de un burro, con signos más que evidentes de haber sido sometido a todo tipo de abusos (no sabemos si por las tropas o por alguna de estas dos testas coronadas). Y luego, por las 200.000 personas, superborrachas de la primera a la última, que le esperaban a las puertas de la ciudad, con una halitosis que tiraba de espaldas.
“Dios mío, ¿dónde me he metido?”, fue lo primero que pensó Celes, antes de que le recluyeran en una celda en el Palacio Pontificio. “¿Tú no eres un cenobita? Pues toma del frasco, Carrasco”, le dijeron los cardenales antes de cerrar la puerta con doble llave. Y vuelta a lo mismo. A las horas muertas en la oscuridad de una celda tan, tan, pero tan exigua que empalmarse allí era un drama. En tres actos.
Y de nuevo tengo que recurrir a su hagiografía oficial, más que nada para abreviar: “Él mismo reconoció que había sido un error el aceptar el cargo de Papa”. Naturaca. “Y se propuso renunciar. Es el primer caso que ha sucedido en la historia de la Iglesia de un Papa que renuncia a su cargo. Primero, publicó un decreto declarando que el Sumo Pontífice sí puede renunciar a su alto cargo. Luego, reunió a todos los cardenales y les leyó su renuncia al Pontificado y les pidió que nombraran a su sucesor. Y allí mismo se despojó de todos sus ornamentos pontificios [menos varias casullas divinas, superajustadas, ultraceñidas, con mucha pedrería, très grand class] y se vistió de simple monje. Era el 13 de diciembre de 1294. Apenas había sido Pontífice durante cinco meses.”
Después su sucesor, el Papa Bonifacio VIII, siguió dándole por culo –según la tradición en sentido figurado, aunque algunos historiadores eclesiásticos sostienen que la literalidad tiene aquí mucho que decir–, hasta que en mayo de 1206 “murió santamente y fue declarado santo en 1313”.
Yo, conociendo la biografía de mi primo Remy, creo que no tiene nada que envidiar a San Celes. Pero nada de nada.
San Celestino V fue el primer pontífice renunciante. O sea, el primero que puso pies en polvo-rosa cuando vio lo que se cocía en Roma. Naturaca (es una expresión muy Remy, que para eso de las jergas tiene muy buen oído). El caso es que le eligieron en el año 1296, después de la muerte del Papa Nicolás IV. Los cardenales electores se habían dividido en dos partidos contrarios y ya llevaban dos años sin poder elegir al nuevo Sumo Pontífice (explicación: llevaban dos años en Roma, la ciudad con más prostíbulos de toda Europa, luciendo púrpura pa’rriba púrpura pa’bajo, comiendo manjares dignos de una bacanal de los Antoninos –con la gota que eso da, que se lo digan al padre de Remy, que tenía los tobillos como katisukas– y pensaron: “Pues que elija Rita, qué coño. Yo no me vuelvo al pueblo.”), dos años dos.
La feligresía estaba ya con la mosca detrás de la oreja. Naturaca. O elegían a alguien o les plantaban a una pilingui por papisa, como la Juana esa. Es más, hasta el siglo VII las mujeres podían ser diáconas; sólo tenían que reunir dos requisitos: ser viudas y ser ricas. Hasta que llegó San Gregorio Magno y dijo: “Esas guarras, a lo suyo: la cocina o la mancebía”.
En fin, el caso es que –según mi primo Remy–, “la cosa estaba muy malita”. Los cardenales no sabían qué hacer. ¿Elegían a un Papa (bando A)? ¿Elegían a otro (bando B)? Bando A. Bando B. Bando A. Bando B. Band…
–No os compliquéis más la vida –dijo uno de ellos (el más delgado, superfan del ónice en todas sus manifestaciones, un auténtico pionero en la depilación de cejas inspirada en las arquivoltas góticas, inspiración que, por otra parte, llega hasta nuestros días)–. Tengo la solución.
Los cardenales le miraron con los ojos como platos de Limoges.
–Cuenta, cuenta…
–Mira, hay un monje maricón perdido con fama de santo (la gente, qué ingenua es…) al que podemos mangonear a placer. Lo único que tenemos que hacer es enviar a un par de chulánganos –tú, el de Aviñón, ya puedes ir tirando de agenda– y ése viene encantado.
Dicho y hecho, Calestino (née Pedro) llegó a horcajadas, montado en un humilde burro, con signos evidentes de malestar (y un cojín especialmente diseñado para las hemorroides). Celes, según confesaba en su autobiografía, era el menor de doce hermanos, todos tarambanas, interesados sólo en las putas y en empinar el codo. Y su madre, claro, se tiraba de los pelos… hasta que nació él. “A éste lo meto yo en el seminario, aunque sea con los pies por delante”, fue la promesa que se hizo a sí mismo.
Naturaca. Ya desde niño mostró signos inequívocos de que lo suyo era la Iglesia: era un pedante insoportable –en sus memorias confiesa que el primer libro que leyó “de corrido” fueron Los Salmos, chúpate ésa, Teresa (Viejo)– y además mariconazo perdido. A su biografía oficial me remito, a saber:
“Celestino (nombre que significa “inclinado hacia lo que es del cielo”) era estudiante diferente a los demás. Sus recreos preferidos consistían en retirarse a la soledad a meditar y rezar. Amaba mucho el silencio y le fastidiaban las fiestas mundanas donde hay trago y bailes y pecado”. En román paladino, era la típica nenaza a la que el resto de compañeros, unos angelitos, le pegaban una paliza cada dos por tres por el derroche de pluma (eso sí, cuando estaban calientes como el pico de una plancha, ¿quién se la mamaba? El Celes. ¿Que les apetecía probar las múltiples bondades del sexo anal? Tú dale por culo al Celes, que no protesta. ¿Que hay que desfogarse y…? En fin, que el Celes servía lo mismo para un roto que para un descosido).
Con esa papeleta (un trauma con T de Telva que no se lo salta un galgo), claro, al Celes se le fue la pinza –la cabeza, no la depilatoria, tendencia sólo al alcance de la curia más beligerantemente uranista– y se fue tres años al campo. Por aquel entonces irse al campo era superfácil. En cuanto te descuidabas, ya estabas en el campo. No es como hoy, dónde a parar. Entonces el campo era realmente duro. Una experiencia de lo más bizarra. Pero al Celes, curtido en mil y una paliza escolar, el campo le parecía poco más o menos como un spa.
Tres años se tiró en una celda, hasta que las tentaciones le obligaron a salir. Naturaca. La celda era tan estrecha que una erección se convertía en un auténtico problema. Y en el campo las erecciones pueden ser realmente salvajes.
En fin, el caso es que la gente, por uno de esos extraños hypes que se dan desde que el mundo es mundo, empezó a decir que Celes era un santo. Un santo. Ja. Si supiesen las saturnalias que se montaba en sus fantasías más nilóticas se hubiesen quedado de piedra pómez. Aberraciones de todos los tipos, incluso las más depravadas –muchas de ellas, hoy, desafortunadamente, en desuso– se proyectaban en su imaginación como en un diorama del museo del sexo de Praga. Un escándalo. Pero como la gente, por definición, es tonta y se traga lo que le echen, pues nadie se percató de nada. Si Vicente, que siete años antes le saltaba los dientes al Celes por maricón –después de darle por culo, claro–, dice que el Celes es santo, pues es santo y punto. Y lo que diga Vicene va a misa.
El caso es que llegaron los chulánganos. Le dijeron: “Celes, vente pa’Roma, que lo vas a flipar”. Y allá que se fue el Celes. Y cuando llegó a Roma, claro, lo flipó. Primero se encuentra con un cónclave de cardenales, borrachas todas, que le reciben con los brazos abiertos (y algunos de ellos, con algo más). Después, a dos reyes, Carlos de Anjou y Carlos de Hungría, llevando las riendas de un burro, con signos más que evidentes de haber sido sometido a todo tipo de abusos (no sabemos si por las tropas o por alguna de estas dos testas coronadas). Y luego, por las 200.000 personas, superborrachas de la primera a la última, que le esperaban a las puertas de la ciudad, con una halitosis que tiraba de espaldas.
“Dios mío, ¿dónde me he metido?”, fue lo primero que pensó Celes, antes de que le recluyeran en una celda en el Palacio Pontificio. “¿Tú no eres un cenobita? Pues toma del frasco, Carrasco”, le dijeron los cardenales antes de cerrar la puerta con doble llave. Y vuelta a lo mismo. A las horas muertas en la oscuridad de una celda tan, tan, pero tan exigua que empalmarse allí era un drama. En tres actos.
Y de nuevo tengo que recurrir a su hagiografía oficial, más que nada para abreviar: “Él mismo reconoció que había sido un error el aceptar el cargo de Papa”. Naturaca. “Y se propuso renunciar. Es el primer caso que ha sucedido en la historia de la Iglesia de un Papa que renuncia a su cargo. Primero, publicó un decreto declarando que el Sumo Pontífice sí puede renunciar a su alto cargo. Luego, reunió a todos los cardenales y les leyó su renuncia al Pontificado y les pidió que nombraran a su sucesor. Y allí mismo se despojó de todos sus ornamentos pontificios [menos varias casullas divinas, superajustadas, ultraceñidas, con mucha pedrería, très grand class] y se vistió de simple monje. Era el 13 de diciembre de 1294. Apenas había sido Pontífice durante cinco meses.”
Después su sucesor, el Papa Bonifacio VIII, siguió dándole por culo –según la tradición en sentido figurado, aunque algunos historiadores eclesiásticos sostienen que la literalidad tiene aquí mucho que decir–, hasta que en mayo de 1206 “murió santamente y fue declarado santo en 1313”.
Yo, conociendo la biografía de mi primo Remy, creo que no tiene nada que envidiar a San Celes. Pero nada de nada.
2 Comments:
Ay
que tiemblen los hagiógrafos
pero te has olvidado mencionar la gran tradición sodomítica de la guardia suiza
¡Jesús del Huerto!
Esto parece El Código da Vinci, versión queer.
Remy la tiene hecha con un biógrafo como tú, baby.
Post a Comment
<< Home