Saturday, November 13, 2004

Un palestino (vivo o muerto) NO es un complemento

No sé por qué, pero hoy me he acordado de un viejo amiguito al que hace tiempo que ya no veo. Murió. Con tres años. De sobredosis. Natural, para aguantar a su madre –esclava de las mechas, de las pashminas (falsas), de las perlas y los twin-sets prelitziles– había que drogarse mucho. Hasta las cejas, vamos.

Su padre era del mismo carrete. Un botarate de la peor calaña (concejal de urbanismo, con eso está todo dicho), que llegaba a casa asfixiado perdido, con los pantalones de corte imperio mucho antes de que Cachuli los pusiera de moda, y una adicción al joyerío masculino –anillo de sello, esclava y medallón rociero–, que ríete tú de Agustín Pantoja (o Bravo; bueno, de Agustín Bravo es mejor no reírse: es una mala persona; si se cruza en tu camino, amable lector, límitate a escupirle).

Con un año y medio, Tito (Albertito) ya era yonki perdido. Con dos años, practicaba la prostitución de lujo bajo cuerda –en sentido literal, ya que se especializó en S/M, bondage, etcétera–, a los tres ya era no sé si un bonito cadáver, pero desde luego sí un fiambre de lo más decorativo. Tanto, que su madre, la adicta a las mechas, lo llevó al taller de un taxidermista para que lo convirtiese en un sujeta-puertas art-decó. Muy, muy decó, bien lo sabe Dios, ya que en sólo tres años de agitada vida, Tito había desplegado todas sus plumas al viento hasta dejar en mantillas a un pavo real en período de celo; es más, en período, porque a Tito sólo le faltaba tener la regla para ser Tita y encontrar su propio barón-mecenas-vegetal, con pinacoteca privada. Él se la hubiese fundido en menos de tres años, cuadro a cuadro y obra maestra a obra maestra. Seguro. Lo que por otra parte no hubiese estado nada mal: así nos habríamos ahorrado ese museo con paredes de estuco a las que sólo les falta el gotelé para ser la fantasía in extremis de un decorador dipsómano en pleno delirium tremens de resolí conquense (vestíbulo con retrato de Macarrón incluido; para mear y no echar gota).

Tito y yo éramos amantes, aunque por aquella época yo llamaba hacer el amor a lo que ahora llamaría un masaje (mi padre, por cierto, está últimamente de lo más pesado con lo del masaje prostático; ¿por qué no probará él con un extintor si tantas virtudes tiene?). En fin, el caso es que esta mañana he visto a la madre de Tito salir de la peluquería con las mechas recién puestas. Algo dantesco.

He cogido una jeringuilla que había por ahí (usada) y, fíjate qué casualidad más tonta, he tropezado no-sé-cómo (lo que me trae a la cabeza un dicho maravilloso de papá: "Es más tonto que un cepazo en un llano") y se la he clavado en toda la brenca del coño. Ahí mismo. “En tó lo arto”, como diría La Retorno. Con un poco de suerte, dentro de unos años terminará en el mismo hospital en el que Yaser Arafat entregó la cuchara. Pobrecita. Ella, que no soporta los palestinos como complemento.

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