Tuesday, September 21, 2004

Dos regalos de cumpleaños

Al final ha sido mi hermana –¡milagro!, podría cantar con la boca (pequeña), exigiendo un repique de campanas litúrgico y cardenalicio– la que me ha echado una mano. Pétreo, vulcanizado me he quedado. Estucadito Martínez-Bordiú.

–Hijo mío, ¿pero cómo vas a salir así a la calle? Anda, ven aquí… ¿Es que no has oído nunca eso de que los polvos y el maquillaje compacto son nuestros amigos?

Sí, en efecto. Ya no parezco una mujer maltratada. Ahora parezco una drag-queen maltratada. Escarnecida, de hecho.

–Pero, chica, ¿qué has hecho?

–Pues disimilar las magulladuras, cariño.

–¿Y para eso es necesario el eye-liner?

–En tu caso, sí.

Francamente, empiezo a estar un poco hasta el kimono de que en mi casa me consideren la marica de turno en lugar del genio de turno. Empiezo a comprender por qué Capote fue durante toda su vida un hijo de perra. Es más, empiezo a comprender a las perras. Empiezo incluso a sentir cierta empatía por Dovima, cada día más hermética (=anciana).

–Fue papá, ¿sabes?

–No te hagas mala sangre. A papá es mejor no echarle cuentas…

Al final va a resultar que mi hermana es la sensata de la familia.

–Anda, ven aquí, tonto… –y me ha dado un beso (en el occipucio)–. ¡Feliz cumpleaños!

Se me han llenado los ojos de lágrimas; cuando he querido darme cuenta, parecía un mapache… un mapache desollado. Algo estremecedor.

–Y un consejo, conejito. No te la tragues. Tú mámasela, pero no te la tragues. No le des ese gustazo. Si te dicen que te van a poner un piso, entonces sí, entonces te la tragas.

Dos consejos por el precio de uno. A eso llamo yo un buen regalo de cumpleaños.

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