Wednesday, September 15, 2004

Otro cisma familiar

Bueno, pues al fin apareció mi hermano. Sin dientes. Una pandilla de monjas, a las que él tomó por una despedida de soltera, le pegaron una paliza de muerte con sus crucifijos de tamaño natural. Y eso que mi hermano ha sido siempre bastante inmune a los malos tratos, porque mi padre siempre ha tenido la mano súper suelta (sobre todo con él, que no se plegó a sus deseos; una idiotez, a todas luces: con lo fácil que es plegarse…); pero, claro, mi padre no disponía de tallas en madera de roble de cristos torturados con afiladísimas potencias de bronce, clavos de acero y coronas de espinas hiperrealistas, capaces de desgarrar la piel y dejarte la cara en carne viva. De hecho, mi padre, que nunca ha sido un latinista experto ni mucho menos un beato, ha aprendido de golpe lo que significa la expresión “Ecce Homo”. Más le hubiese valido enseñarle a mi hermano eso de "Noli me tangere".

Mi hermano, el pobre, tardará unos meses en recuperar parte de su antigua lozanía –sólo parte, que conste, ya que el párpado izquierdo le ha quedado prácticamente inservible, como un toldo vencido por el tiempo, la mugre y el óxido– y supongo que otros tantos meses en recuperar la dentadura, porque mi madre, aunque tiene sentimientos maternales –eso nadie lo duda–, es francamente reacia a soltar la pasta para nada que no sea su cantinela de siempre: “lo que hay en la cuenta es para la lipo y eso es in-to-ca-ble”.

Mi hermano ha decidido denunciar a las monjas, no por rencor –es un organismo demasiado primitivo como para sentir esa clase de emociones destiladas poco a poco, que requieren de más de una neurona, aunque sólo sea para pudrirse en masse en los sótanos de un alma mezquina, rastrera y execrable–, sino por avaricia: se ha enterado de que en el convento guardan tesoros artísticos de valor incalculable. Y cuando mi hermano escucha las palabras valor e incalculable en una misma frase, tiene una erección. Lo sé; es una táctica que he empleado a menudo cuando se ha mostrado reacio a abusar de mí y hacerme víctima de todo tipo de depravadas perversiones. Perversiones, por otro lado, para las que necesita una guía ya que su imaginación es de horizontes francamente limitados incluso para algo para lo que, por su naturaleza, debería estar dotado; tal vez las monjas puedan suministrarle unas cuantas ideas…

En fin, el caso es que en cuanto mi tía Zita se ha enterado, ha puesto el grito en el cielo. Literalmente, porque ella tiene conexión directa con el Más Allá, ya que además de hacer predicciones bíblicas, mi tía Zita es médium y sibila (o sea, una especie de Rappel con twin-set en lugar de túnica y abalorios, no la diseñadora fantasma).

Mi tía Zita es una de las protectoras oficiales de la Orden agresora de mi hermano, las Adoratrices de Santa Micaela. Al parecer, a las adoratrices les flipa el rollo neobizantino, así que tienen todo el convento forrado de pan de oro de arriba abajo, y mi hermano ha dicho que piensa obligarlas a dejar las paredes más tiesas que las canillas de Pitita Ruidruejo.

–Si quieren decorar los muros, que pongan gres como todo el mundo –ha balbuceado a través del sistema de respiración asistida.

Mi madre, que tampoco se tiene precisamente por una mujer devota, se ha puesto de parte de mi hermano “de manera incondicional”, aunque a mí no me engaña: lo ha hecho por sus caderas. Ya se sabe, la lipo es lo primero.

Mi tía Zita ha contraatacado con una maldición (bíblica, cómo no), que al parecer le ha dictado el mismísimo San Juan de Patmos esta mañana, cuando sacaba brillo a la plata. “Dile a tu madre que se prepare si la carne de su carne actúa contra mis protegidas, esas benditas. Si tu hermano no fuese por ahí enseñando el badajo…”

–Pues no sé de qué se escandalizan esas pazguatas –ha replicado mi madre–. Al fin y al cabo, están hartas de tocar la campana todo el santo día.

Mi madre, a veces, tiene la sensibilidad en la brenca del coño.

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