Una (nueva) pelea conyugal
Mamá ha pensado en redecorar la casa. Otra vez.
–Había pensado en algo étnico. Mmmmm. Mmmmmm. Mmmmmm. Algo… algo… algo así como una cabaña de recreo vienesa. ¡Austrohúngara!, mejor austrohúngara: mitad pabellón campestre, mitad chinoiserie, mitad…
–¿Tres mitades? –le ha interrumpido mi padre–. ¿Qué has bebido?
–Pero qué ordinario eres. Siempre lo has sido, pero últimamente estás imposible.
–Yo al menos no estoy todo el día dale que te pego, dándole a la botella. Eres una maruja patética, aburrida y borracha.
–Pues anda que tú, con esa barriga y esa dentadura postiza que se te va a caer un día de estos, babeando delante del televisor con alguna de esas putillas que a saber a quién se la habrán mamado (¿o te crees que no estoy en el mundo?), y esa bata, llena de lamparones, y encima, encima…
–¿Encima qué?
–¡Estás todo el santo día aquí metido! ¡Me vas a volver loca! Pareces un hurón, sin cambiarte, sin afeitarte, sin quitarte la colilla de la boca, con ese olor… No tengo nada en contra de los depresivos, bien lo sabe Dios. Tu tía Emilia, por ejemplo, me ha caido siempre, ya lo sabes tú, fenomenal. Y eso que después de su último intento de suicidio se quedó, la pobre, un poco así, escoradita a la izquierda como una gárgola. O Emilita, su hija, que sí que lo logró. A la primera. ¿Y tú? Vamos a ver, ¿por qué no te quieres suicidar? ¿No te parece que el mundo es un lodazal? Coño, pues haz como tu prima, que la tuvieron que recoger con una espátula. ¿Para qué te crees tú que hice un seguro de vida? ¿Por gusto?
Mi padre ha puesto un gesto de horror, acentuado por la coda final de mamá:
–Como sigas así, no voy a necesitar una liposucción sino un milagro.
A continuación, sin previo aviso, mi madre se ha arrimado a mi padre como una gata (en celo) sobre un tejado de cinc caliente.
–¿Y tú cómo crees que quedará mejor el salón? ¿En siena tostado o en rojo pompeyano?
–Me vas a quitar la vida.
–Pues anda que tú.
He pensado en poner objetos punzantes como olvidados por toda la casa. A ver si con suerte se sacan los ojos un día de estos.
–Había pensado en algo étnico. Mmmmm. Mmmmmm. Mmmmmm. Algo… algo… algo así como una cabaña de recreo vienesa. ¡Austrohúngara!, mejor austrohúngara: mitad pabellón campestre, mitad chinoiserie, mitad…
–¿Tres mitades? –le ha interrumpido mi padre–. ¿Qué has bebido?
–Pero qué ordinario eres. Siempre lo has sido, pero últimamente estás imposible.
–Yo al menos no estoy todo el día dale que te pego, dándole a la botella. Eres una maruja patética, aburrida y borracha.
–Pues anda que tú, con esa barriga y esa dentadura postiza que se te va a caer un día de estos, babeando delante del televisor con alguna de esas putillas que a saber a quién se la habrán mamado (¿o te crees que no estoy en el mundo?), y esa bata, llena de lamparones, y encima, encima…
–¿Encima qué?
–¡Estás todo el santo día aquí metido! ¡Me vas a volver loca! Pareces un hurón, sin cambiarte, sin afeitarte, sin quitarte la colilla de la boca, con ese olor… No tengo nada en contra de los depresivos, bien lo sabe Dios. Tu tía Emilia, por ejemplo, me ha caido siempre, ya lo sabes tú, fenomenal. Y eso que después de su último intento de suicidio se quedó, la pobre, un poco así, escoradita a la izquierda como una gárgola. O Emilita, su hija, que sí que lo logró. A la primera. ¿Y tú? Vamos a ver, ¿por qué no te quieres suicidar? ¿No te parece que el mundo es un lodazal? Coño, pues haz como tu prima, que la tuvieron que recoger con una espátula. ¿Para qué te crees tú que hice un seguro de vida? ¿Por gusto?
Mi padre ha puesto un gesto de horror, acentuado por la coda final de mamá:
–Como sigas así, no voy a necesitar una liposucción sino un milagro.
A continuación, sin previo aviso, mi madre se ha arrimado a mi padre como una gata (en celo) sobre un tejado de cinc caliente.
–¿Y tú cómo crees que quedará mejor el salón? ¿En siena tostado o en rojo pompeyano?
–Me vas a quitar la vida.
–Pues anda que tú.
He pensado en poner objetos punzantes como olvidados por toda la casa. A ver si con suerte se sacan los ojos un día de estos.
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