Lucifer, córtate el pelo, coño
En fin, el caso es que el Diablo no venía ni por el Libro de los Nombres Muertos ni nada que se le pareciese; ni siquiera por la Santa Faz. No. El Diablo ha venido a mi casa porque, al parecer, me necesita. Quiere contratarme como estilista. Nadie le toma en serio con esos pelos.
–No me extraña. ¿En serio la gente le sigue vendiendo su alma con esas mechazas? Vamos, antes preferiría hacerme cartujo. Respeto más a un hombre con tonsura que a un mamarracho con mechas.
–Y eso no es lo peor…
–Ya lo creo –ha intervenido mi tía Zita–. Lo peor son esas lorzas. Cúbrase, por Dios, cúbrase…
–Señora, es que no sabe usted la caló que hace ahí abajo…
–¡Qué horror! –mamá ha abierto la puerta con un gesto de dignidad ofendida–. Y encima con acento –murciano, por más señas–. Haga usted el favor de salir de mi casa. Sepa que cada día soy más enemiga de los regionalismos en todas sus manifestaciones…
–Un momento, un momento… ¡Un momento! –he estallado, a punto de sacar la artillería pesada–. ¿Me va a pagar?
El Diablo, con gran alharaca de mechas y bisutería –porque resulta que también es adicto al becerro de goldfie en todas sus manifestaciones (no le falta detalle)–, ha replicado:
–¡Por supuesto! ¿Por quién me toma?
–En ese caso, soy todo suyo.
O sea. Desde hoy, soy el estilista de cabecera de Belcebú en persona. Y qué persona. Lo primero, llevarlo a spa, a que le abran esos poros… Y la manicura. Con esas uñas no me extraña que le hayan confundido durante tantos siglos con un macho cabrío. De verdad, que ya no pueda uno ni confiar en el Averno… ¿Qué será lo próximo? ¿Un Papa heterosexual?